Ernesto Ganuza (IPP/CSIC)
Desde hace más de cincuenta años la participación ciudadana es un elemento habitual para las administraciones, que ponen en marcha procesos participativos, de distinta naturaleza y ambición, en todos los niveles territoriales. Es una especie de emblema de época, que permite llenar de aspiraciones los imaginarios democráticos. Cuanta más participación, se supone que habrá mejor democracia, en tanto en cuanto las políticas públicas serán más informadas, menos sesgadas y cercanas a la ciudadanía (Warren, 2009). Aun así, la participación ha sido siempre una cuestión compleja. Desde el punto de vista interno a la administración, los dispositivos puestos en marcha requieren de la implicación de los técnicos, a veces de áreas de gestión diferentes, y los representantes políticos, coordinación que desafía los patrones jerárquicos y estanco habituales en el funcionamiento de la administración moderna. Desde el punto de vista externo, la participación abre formalmente los espacios de decisión más allá de los muros administrativos. Esto implica una coordinación compleja entre actores de la sociedad civil, agentes económicos y sociales, ciudadanos no organizados y expertos con los representantes políticos y los técnicos de la administración, desafiando de nuevo la habitual división de trabajo en la política.
La puesta en marcha de la participación por parte de la administración plantea, por eso, importantes desafíos, generando muchas cuestiones y tensiones dentro del campo político: ¿Quién puede participar? ¿Hasta dónde se puede participar? ¿Qué se puede decidir? ¿Y cómo? ¿Mediante un proceso consultivo, más directo? Los mini-públicos deliberativos, organizados en torno a una metodología deliberativa, a partir de una selección de participantes hecha por sorteo, responden a esa complejidad de un modo renovado y diferente a como lo hicieron dispositivos participativos pasados como los consejos consultivos o los presupuestos participativos. No es este el lugar para detallar exhaustivamente las diferencias, pero merece nuestra atención subrayar aquellos elementos novedosos dentro de la historia de estos dispositivos participativos.
Los consejos consultivos surgieron a principios de los años 80 introduciendo los movimientos organizados dentro de la planificación de las políticas públicas locales. Toda la participación giró alrededor de las asociaciones, siendo los sujetos con los que había que coordinarse fuera de la administración. A pesar de las críticas y su naturaleza meramente consultiva, estos consejos siguen siendo hoy día, por volumen y presencia, el principal instrumento participativo con el que las administraciones tratan de implicar a la sociedad en la elaboración de las políticas públicas, presentes no solo a nivel local, sino en regiones y a nivel estatal. No obstante, a finales de los años 90, los consejos consultivos empiezan a ser criticados por su falta de representación social (Navarro, 1999; Font, 2001). Pero también se critica su funcionamiento interno, endogámico y poco transparente hacia fuera (Sarasa and Guiu 2001), lo que afectaba a la calidad de sus propuestas, poco representativas de la diversidad social (Alguacil, 2003).
El inicio de los presupuestos participativos, a partir del año 2001 en todo el territorio español (y en Europa), con experiencias importantes en Andalucía, Cataluña y Madrid (Ganuza y Francés, 2012), se justificó en las debilidades de los Consejos Consultivos. Aquéllos planteaban dos elementos diferenciales. Por un lado, la participación se abría al conjunto de la ciudadanía, invitando a las personas no organizadas a la elaboración de las políticas públicas. Por el otro lado, introducía un proceso directo de toma de decisiones sobre una parte pequeña del presupuesto público, lo que reforzaba el giro administrativo hacia fuera, abriendo la definición de las políticas a la opinión directa de la gente.
El nuevo proceso participativo planteó desafíos importantes. Primero, la administración debía establecer mecanismos de coordinación con el conjunto de la ciudadanía, lo que supuso introducir herramientas participativas novedosas (como asambleas participativas abiertas al conjunto de la población) y un lenguaje más abierto en la comunicación. Por el otro, debía establecer una coordinación interna, pues a diferencia de lo que ocurría con los consejos que trabajaban sobre un ámbito temático específico, al margen de la toma de decisiones, los presupuestos participativos obligaban a una acción interna coordinada, pues las propuestas de la ciudadanía afectaban siempre el funcionamiento de varias áreas de gestión (la de participación, la de infraestructuras, la de hacienda, la de presidencia, etc), rebosando el peculiar modo estanco del funcionamiento de las administraciones.
Los presupuestos participativos siguen siendo un dispositivo participativo muy extendido en Cataluña y España. No obstante, fueron criticados por el perfil sesgado de los participantes. Estos podían acudir voluntariamente a asambleas abiertas a proponer o votar, lo que si bien incrementó significativamente el número de participantes (respecto a los consejos), no podían aspirar a representar al conjunto del territorio. Por otro lado, el formato del proceso empujaba a la ciudadanía no organizada a una competición por priorizar propuestas muy vinculadas a sus barrios y a las necesidades inmediatas de los participantes, lo que fue siempre utilizado para cuestionar la calidad de las propuestas realizadas, pensadas desde el interés personal antes que desde el bien común.
A pesar de las críticas, los dispositivos participativos siempre se justificaron por la administración por la capacidad que tenían de considerar el conocimiento de uso de los participantes. No solo se trataba de dar protagonismo a la gente, sino que ésta conocía mejor lo que pasaba a su alrededor y su participación tenía un valor añadido significativo en las políticas, que además no entraba en conflicto con las políticas públicas más generales. Esto ha permitido sortear muchas críticas y ha mantenido el impulso de la participación por parte de los representantes políticos a lo largo del tiempo. Para entender la nueva familia de dispositivos participativos (los mini-públicos deliberativos) resulta útil pensar qué aportan a la participación desde esta perspectiva. Una de las grandes innovaciones que introducen los dispositivos deliberativos es la puesta en valor de otro tipo de conocimiento, que tiene que ver más con la planificación que con el uso inmediato. Los mini-públicos invitan a la ciudadanía al debate de un problema de largo plazo y que va más allá de la realidad inmediata del participante, es decir, de su conocimiento de uso. Las condiciones y los requisitos de una participación así cambian las dinámicas habituales con la que las administraciones afrontaban los dispositivos participativos.
En términos generales, los dispositivos deliberativos se justifican parcialmente en las fragilidades de los procesos participativos anteriores. Por un lado, la participación sesgada de la ciudadanía y, por el otro, la falta de calidad de las propuestas surgidas en los procesos participativos, muy centradas en asuntos pequeños y personales, poco generalizables o escalables. Mediante el sorteo, los dispositivos deliberativos obtienen una muestra descriptiva de la población de un territorio. Esta muestra, realizada a partir de técnicas sociológicas, tiene como objetivo contar con un conjunto de participantes que representen la diversidad de personas en un territorio, evitando así los sesgos en los perfiles de quienes participan. Por otro lado, los participantes no son invitados a expresar sus preferencias personales (ni su conocimiento de uso), sino a reflexionar estratégicamente sobre los pros y los contras de un dilema político en un territorio, para proponer una recomendación pública específica que va a afectar al conjunto de la población, no solo a ellos. Para lograr este objetivo, los mecanismos deliberativos introducen en el proceso participativo la formación explícita de los participantes sobre la temática abordada con el objetivo de que las propuestas realizadas estén basadas en información previa. Ambos elementos (muestra descriptiva del territorio y conocimiento estratégico de los participantes) permiten que los mecanismos deliberativos se centren sobre cuestiones a largo plazo y con impacto en los territorios, algo diferente a lo que había sido la participación hasta ahora centrada en los problemas inmediatos de uso.
Podemos detallar cuatro dimensiones nuevas que caracterizan la puesta en marcha de un mini-público deliberativo respecto a los dispositivos participativos anteriores.
- La deliberación plantea un desafío distinto en relación con la coordinación interna de la administración, tanto a nivel político como administrativo. El mini-público requiere, como en los presupuestos participativos, de la coordinación de departamentos distintos dentro de la administración, alineando voluntades y prácticas diferentes. Es necesario además coordinar la exposición de los problemas que se van a debatir y sus implicaciones en tanto en cuanto la metodología deliberativa aspira a planificar una política pública dando respuesta a un dilema. Esto requiere trabajar con expertos (tanto los que pueda haber dentro de la administración, como fuera de ella) y, sobre todo, con los representantes políticos para definir el contexto y los límites del debate que se va a tener. Se trata de trabajar conjuntamente el dilema que se va a plantear con el objetivo de que la Administración pueda afrontar las recomendaciones finales de los participantes. Algo que requiere una dinámica diferente por parte de los responsables políticos y técnicos para favorecer su puesta en marcha. Es necesario un compromiso político y administrativo mayor.
- Los participantes en los mini-públicos deliberativos son personas escogidas por sorteo y el objetivo de su selección es invitarlos a una deliberación sobre cuestiones estratégicas, no sobre su realidad inmediata, lo que condiciona la dinámica participativa de modo diferente. Es necesario, por ejemplo, introducir trabajo en grupos pequeños o dinámicas deliberativas que permitan a la ciudadanía reflexionar y hablar sobre el dilema, lo que requiere una actualización novedosa de los métodos participativos con los que se solía trabajar dentro de la Administración.
- Las recomendaciones que recogen las justificaciones de los participantes para aplicar una u otra política pública de acuerdo a la información recibida y la deliberación que tienen entre sí los participantes, genera otro desafío para la administración, pues no se trata, como en los presupuestos participativos, de un proceso de toma de decisiones sobre cuestiones menores, sino de políticas en muchos casos estratégicas que implican una decidida acción de los ejecutivos a medio y largo plazo. Hay que incorporar dinámicas para seleccionar expertos que den información y permitan realizar una reflexión fundada a los participantes.
- Además, el hecho de trabajar con una muestra descriptiva implica siempre trabajar con pocos participantes, lo que hace necesario, más que nunca, pensar la vinculación del mecanismo deliberativo con el resto de la ciudadanía.
[Publicado en Digital CSIC]
Imagen. Asamblea ciudadana de Debagoiena, publicada en Noticias de Gipuzkoa, noviembre 2025.